Poesía y contemporaneidad: unas cuestiones de partida

enero 18, 2014 § Deja un comentario

Poesía y contemporaneidad: unas cuestiones de partida

Ángel Luis Prieto de Paula introduce con este magnífico artículo el monográfico de la revista Ínsula (805-806): Poesía española contemporánea.

Poesía y contemporaneidad: unas cuestiones de partida, por Ángel L. Prieto de Paula

El nombre de la cosa

La rima XXI de Bécquer («¿Qué es poesía?»…) identifica la poesía con el ser amado, quien habría formulado la pregunta que reproduce y a la que responde la voz del poema. Si el autor no fuera quien es, acaso esos versillos pasaran por un rapto de cursilería o por una efervescencia inocua del ingenio, como tantos «cantares» de Augusto Ferrán y tantos «proverbios» de Antonio Machado. Una novedad del espíritu romántico consistía precisamente en preguntarse por el nombre de la cosa, como un reflejo de que la verdad no está permanentemente ahí ni tampoco en algún otro sitio. Frente al pensamiento clásico-cristiano que se fundaba en la consciencia de estabilidad del mundo de los objetos y de sus conceptos correlativos, el romanticismo, con sus hijuelas y derivaciones, lo hacía en la opacidad o la ausencia del ser; o, cuando menos, en la sustitución de un estatismo parmenideo por los visos calidoscópicos de los tiempos modernos.

El universo actual es un espejo craquelado cuya superficie está cerca de ser un embuste ontológico, en cuanto que no se corresponde con los entes predefinidos: el ritmo biológico de metabolización de las novedades va quedando progresivamente rezagado respecto a dichas novedades. De modo que ya no sirve lo que creíamos saber. Tampoco en el territorio de la poesía, en que toda conceptualización, ponderación o propuesta taxonómica ha de pagar el portazgo de la consideratio nominis, tras la que consigamos acordar estrictamente de qué hablamos, y cuáles son los códigos que permiten el acceso a esa disciplina, los rasgos que la peculiarizan y las pautas e instrumentos requeridos para la valoración de las obras.

Si las vanguardias fueron, como se ha dicho alguna vez, un desconcierto de planetas surgidos de la explosión del gran sol del romanticismo, los movimientos poéticos desde finales del siglo XX constituyen una nube de polvo sideral que ha oscurecido o cuestionado los elementos básicos que han servido a lo largo de los siglos para acotar qué cosa sea la poesía lírica; i. e.: el nexo entre creador y sociedad receptora, o entre la intimidad y el compromiso con el mundo exterior; el estatuto del yo emisor; la conformación técnica del género. Aunque hay otros, con estos tenemos suficiente para captar cuál es el nombre de la cosa; o, mejor al revés, cuál es la cosa que, al margen de las inercias de la tradición, respondería hoy al término «poesía».

Poesía y recepción: el ángulo oscuro

Con la primavera humanista el arte salió de la iglesia para entrar en el salón nobiliario, y con el Romanticismo este arte ya secularizado quiso librarse de la coerción de los mecenas y poderosos. Las vanguardias pretendieron acabar con un diálogo que iba desde el creador hasta la clase medio-alta ilustrada: en el territorio de la arquitectura, la literatura, la música…, algunos artistas se opusieron al arte como aderezo ornamental que ocultaba la naturaleza de la realidad. Es cierto que el siglo XX conoció el freno de este proceso antes de la Segunda Guerra Mundial; y que las circunstancias de una modernidad atenazada por la Guerra Fría, y en España además por la dictadura franquista, propiciaron una revisitación del verismo que, por un lado, recortaba la realidad representable y, por otro, canalizaba la representación mediante un lenguaje instrumental que implicaba el afianzamiento del statu quo (pues no cabe componer una sinfonía del nuevo mundo con lo más apolillado del arsenal retórico).

Muy vinculada a las claves de la poesía de ese tiempo (el medio siglo), y tras el experimentalismo en muchos casos narcisista de los del 68, la lírica de los años ochenta estuvo dominada por un cierto desdén por la poesía ensimismada o esteticista de los «poetas poetísimos» (tomo la expresión del viejo Gabriel Celaya) y por una propensión a un realismo del yo caracterizado por la plasmación de la experiencia personal y un discurso eminentemente comunicativo. Ya en esa década hubo modos de contestación a esta tendencia desde planteamientos que ponían el acento bien en una intensificación de la escrutación filosófica, bien en el acervo superreal del imaginario simbólico, bien en un realismo ideológicamente insurgente, debelador del verismo psicologista de la poesía de la experiencia.

Con el avance hacia el fin de siglo, fue creciendo la base de esta poesía «a la contra» que, en concepciones distintas y bajo marbetes también distintos, proponía formas de representación no limitadas al confesionalismo sentimental, no aquiescentes con el sistema social, no desconectadas éticamente del compromiso ideológico. Las críticas más habituales contra la poesía precedente, aún muy abundante, no eran siempre concordantes, pero algunas la rechazaban no por realista sino por insuficiente o engañosamente realista. El abanico de estas propuestas (poesía de la conciencia, poesía del desconsuelo, hiperrealismo, realismo sucio…) impide uncirlas con un yugo de dos o tres adjetivos taraceados, más allá de la común insatisfacción ante las estéticas simbolistas tal como habían evolucionado. Conviene, no obstante, ser poco dogmático al establecer relaciones de oposición en el binomio realismo/simbolismo: «La poesía», del archirrealista Roger Wolfe (Mensajes en botellas rotas, 1996), es una gavilla de expresiones cotidianas de la lírica que la aproxima al socialrealismo; pero que simultáneamente desbordan el continente del objeto-poema, como en la más neta tradición simbolista («Toda esa poesía que nunca cabe en un poema»).

Junto a los realismos nuevos —algunos son tan viejos como la ­levita de Campoamor—, hay expresiones del simbolismo que se distancian de la astenia decadentista y de la gracilidad manuelmachadiana. Unos y otros responden a una mirada polifacética de ojo de mosca,formada por tantas lentes como estados de conciencia ante un mundo en el que estos se han multiplicado o —quizá sea término más apropiado— dividido, disgregado en lascas. Aunque teóricamente solo lo propongan algunos, el resultado habitual es el rechazo por la vía de los hechos de la construcción idealizadora y el estatismo armónico: ingredientes todos que repugnan al alma de una posmodernidad en este sentido «futurista». Los poetas emergentes deshacen, como los futuristas, el mito de un paraíso encerrado en su pecera de metacrilato. La eclosión de formas que no responden a un ideal arquetípico remite imaginariamente, por irnos atrás, a la renovación expresionista en clave visual de un Kokoschka, como el fulgor psicodélico que le produjeron las moscas del cadáver putrefacto de un cerdo; un fulgor hermano del de La mirada roja schönbergiana (una incursión pictórica del músico). Por supuesto, hay excepciones a esa actitud casi groseramente antipasatista; por ejemplo, la poesía que se retrotrae al edén grecolatino. Pero ni siquiera en estos casos domina la humedad nostálgica, bien porque la evocación viene envuelta en un hedonismo ambiguo y destellante de irisaciones psíquicas (Aurora Luque, González-Iglesias), bien porque domina el eudemonismo propio de la poesía arraigada (Antonio Praena).

Los poetas jóvenes se saben condenados a vivir en un mundo que se fagocita, pues se alimenta culturalmente de sus deyecciones. Su frecuente impugnación del mercado como elemento rector de la producción artística mal haría en obviar dos circunstancias cuya consideración podría atemperar la excesiva beligerancia: la poesía es un género cuya paupérrima difusión conforma un círculo tautológico donde los consumidores —dicho sea el término sin ironía— son casi exclusivamente los propios poetas; y esta difusión se produce por otras muchas vías además de la del libro tradicional (proclamas colectivas, encuentros de poetas, antologías de grupo) y se ramifica en el mar de los sargazos de Internet, según los dictados de un nuevo, pero ya institucionalizado, mester de cibervía (Vicente Luis Mora).

En aquellas polémicas estéticas habidas más de cien años atrás, sobre las ruinas antiguas del Prerrafaelismo medievalizante y las más recientes del Art Nouveau, se había planteado la cuestión de un arte utilitario, que el Modernism alimentaba mediante la sublimación de lo artesanal como expresión ideológica frente al capitalismo industrial. El activismo socialista que subyacía a tales propuestas liberadoras no se pronunció contra la noción del arte puro, sino a favor de una actitud que los vieneses de la Kunstschau (1908) propugnaron para restañar la grieta entre lo útil y lo creativo; dos mil años más tarde, nada muy diferente del horaciano utile dulci. Después de todo, arte y vida necesitaban fundirse haciendo que aquel penetrara en los entresijos de esta (Schorske, 1981: 336). Hoy ya no es el capitalismo industrial, sino el capitalismo financiero en un contexto de hibridismo cultural y de globalización, el que propicia que la poesía no se atenga a lo que tradicionalmente se ha entendido por tal.

La reprobación de la poesía de la experiencia en la transición del XX al XXI conecta con la demanda irrenunciable de ver el envés de lo tenido por real, y de habilitar un lenguaje no lastrado por la falacia denotativa. De ahí que, sobre el verso de Juan Gelman «En el revés del mundo crece el cosmos» (2000: 16), escriba Jorge Riechmann que «la poesía no debe, no puede omitir dar testimonio de lo que pasa en el mundo; pero jamás debe olvidar que su tarea más propia es atisbar lo que sucede en el revés del mundo» (2006: 144). Otros modos de representación, adocenadamente realistas por la fosilización del lenguaje, han recibido los dardos de los poetas de la conciencia crítica, tan diversos superficialmente como orientados a una temprana formalización académica (García-Teresa, 2013).

La pretensión de encontrar un público de poesía no restrictivamente «poético» ha sido una constante entre los cultivadores de la postpoesía (Fernández Mallo, 2009), que pretende sincronizar el progreso de la poesía con el de otras artes y ciencias que mueven el mundo (física, economía, arquitectura, publicidad), arrostrando el peligro de conseguirlo a costa de la misma poesía. Lejos de superar el hiato existente entre el creador y el receptor, una poesía que hace de su huida del centro su condición necesaria queda con las raíces ontológicas al aire, dando pábulo, pero no respuesta, a la pregunta con que comenzábamos esta reflexión. Al cabo, el prestigio de las preguntas no llena el hueco dejado por la huida de las certidumbres y las definiciones.

Un yo instituido

La codificación de los géneros literarios ha convenido desde antiguo en la poesía lírica como cauce del yo: díjolo Perogrullo y no erraba. Por si su autoridad, la de Perogrullo, no llevara muceta académica, podemos aducir la consideración de Krause, para quien la poesía lírica hace intensa referencia a lo recóndito individual, con relativa independencia de cuál sea el asunto, toda vez que la belleza es captada «como momento de la vida interior de una persona, representada por esta persona misma, como objeto íntimo y peculiar suyo, subjetivo» (1995: 120). La insistencia en lo interior, personal, peculiar y subjetivo no deja resquicio a dudas. Pero, para no identificar la expresión de la subjetividad con el confesionalismo psíquico del escritor, afirma que ese objeto, sea del tiempo que sea, aparece siempre en presente en el ánimo del poeta, «ora de una manera inmediata, ora mediante un personaje histórico o inventado, en cuyos labios pone el poema» (ibid.); lo cual anticipa teóricamente la concreción práctica del monólogo dramático por parte de los poetas victorianos (Browning), como forma poética de la expresión del yo analógico. En todo caso, la omnipresencia de la subjetividad actúa como un filtro egoico que personaliza cualquier tema pretendidamente exterior u objetivo; pues no es el asunto lo que determina el género, sino la construcción de la subjetividad y el tipo de la referencia (Scarano, 2000: 57).

Acordemos, pues, que la poesía es el código por el que la individualidad se emite constituida en objeto: un yo que da cuenta de sí y que, perplejo y desorientado en el día de hoy, no se encuentra y pregunta acezantemente «Quién soy, quién soy», como hace Elena Medel en«I will survive» (Mi primer bikini, 2002). Pero esa individualidad referida al sujeto se pronuncia en un medio y ante unos receptores muy distintos a los del anterior entorno fin-de-siècle a que nos hemos referido más arriba. La poesía hodierna ha de asumir una realidad contextual con mimbres muy distintos a los de entonces: un receptor no necesariamente vinculado al libro (el sesentayochismo se deslumbró con los magnetófonos de bobina y batió palmas con la canción de autor, pero eso es casi nada al lado de la revolución cibernética); un sistema del que han caído los argumentos de autoridad de la crítica tradicional, arrinconada por una nueva crítica autoconstituida y sedicente —que no precisa del espaldarazo de ninguna academia o director de periódico— y más aún por una riada de internautas atenidos solo a su gusto, sobre el que sí hay algunas cosas escritas por Burke, Kant et cætera; la variedad de los soportes de la poesía, de los que el papel y aun el libro son ya solo una parte del conjunto (la pantalla permite recursos tipográficos y espaciales que hubieran hecho las delicias de Apollinaire, y un sincronismo colectivo que no puede desatenderse); y, en fin, el general abandono, cuando no el desprestigio, de la canalización rítmica y armónica que la poesía ha mantenido hasta ayer.

Considerado este nuevo marco de la escritura, de la recepción y de la valoración jerarquizadora, procede resituar el papel de la subjetividad y la vertebración biográfica en la nueva poesía, en la que incide la estampida de yoes producida a partir de la desintegración de los proyectos utópicos. Un anticipo de esta diáspora tuvo lugar con la revolución romántica, que arremetió contra los arquetipos en que convergían idealmente las realizaciones individuales y se unificaba la diversidad factual de la existencia. El alejamiento del platonismo armónico se tradujo literariamente por entonces en la desobediencia del yo, donde las derivas personales se sitúan orgullosamente frente a los modelos estables y los psiquismos socializados. Sin embargo, esa misma existencia de una referencia canónica estable respecto a la que marcar distancias comportó otra manera de ejemplaridad (la cortesana, el pirata, el varón satánico, el suicida, el donjuán): heterodoxa respecto a la común doxa, pero ejemplaridad al cabo. La poesía contemporánea, en cambio, no se sostiene sobre categorías grandiosas o vastedades anegadas por el terror y la angustia: visiones novalisianas, tribulación leopardiana, patetismo extremo del Discurso del Cristo muerto de Jean-Paul… La fragmentación, la labilidad, la versatilidad y la dilución del yo son categorías contemporáneas herederas de aquellas, pero han perdido su empaque desgarrador y la determinación agonística.

La música en astillas

El abandono cultural de la convicción, la moralización y el pindarismo tiene una inmediata traducción en la poesía. Abraham Gragera es autor de un libro cuyo título, Adiós a la época de los grandes caracteres (2005), es también su mejor verso (¿quién se resistirá a citarlo, siendo como es su rotundidad expresiva un oxímoron respecto a la idea que canaliza?). Y creo que, en buena medida, los poetas más emulados o respetados, de lengua inglesa muchos de ellos, no se traen a colación para que ocupen las hornacinas que antes ocuparon los dioses casi siempre nacionales, sino para que actúen como pedrada en ojo de boticario y rompan la propia noción de modelo. El significado de la presencia de un Ashbery, valga el ejemplo, entre los jóvenes no es parangonable al que tuvo la de su mentor Auden entre sus predecesores medioseculares. Para estos, Auden había constituido un paradigma jánico al que atendieron los poetas «morales» como Gil de Biedma y los poetas del no como Valente. En cambio, la función de Ashbery parece cuestionar esa focalización, casi a la manera de un Schönberg y la emancipación de la disonancia contra la escalera tonal y el jardín armónico, pues señala la instalación de la poesía española en un atonalismo que se opone a la propia idea de jerarquía. Y si las yuxtaposiciones caóticas de un Eliot, y su versatilidad visionaria capaz de invalidar cualquier propuesta estática, representaban para sus seguidores una suerte de modelo que «regresaría» a las series armónicas y de cerrado simbolismo de Cuatro cuartetos, el tiovivo de imágenes, la espiración sincopada y la fractura sintáctica de la lírica ashberyana representan, antes que una invitación canónica, un aterrizaje en la inorganicidad del mundo y el dislocamiento del lenguaje. No importan aquí los nombres tanto como las actitudes; pero casi conmueve pensar en el contraste entre Museo de cera, auténtico panteón literario a cuyos dioses rinde culto su autor, el «novísimo» José María Álvarez, y la cacharrería posmoderna llena también de nombres que sirven como referencia funcional a los jóvenes, pero desleída en un escepticismo líquido y ayuna de las fijaciones reverenciales de los sesentayochistas (cuya furia iconoclasta solo se cebó en la poesía españolista o, en los casos más obtusos, simplemente española).

Aludiré a un último elemento que me parece importante: el de la constitución formal de un género híbrido, mutante, osmótico. Si los marcos y los soportes de la poesía —del pliego de cordel al libro, del ágora a la pantalla del ordenador— tienen la importancia que cualquiera puede ver, no la tiene menos su constitución musical, la secuencia de cláusulas y oraciones, la gramática versal o versicular, la elección o no de un ritmo cuya reiteración, por litúrgica y previsible, llama al orden a las compulsiones y borborigmos del espíritu.

En su Prefacio a las Baladas líricas, Wordsworth había defendido la proximidad de verso y prosa como un modo de expresar el solapamiento entre sentimientos pretendidamente angelicales y otros trufados de la cotidianidad de nuestros trabajos y días; un primer eslabón, por cierto, de una cadena sucesiva hasta ahora mismo: Alberto Santamaría se refiere al poema como «superación de este anciano lenguaje de lo sublime» (en Abril, 2008: 68). Tras el desmontaje rítmico de las vanguardias, en el siglo XX español hubo cíclicos retornos a las marcas del compás clásico (garcilasismo de los cuarenta, sonetismo implosivo de Otero y los existenciales). Algunos vieron en ello una regresión estética; lo cual remite a la invectiva de Benjamín Jarnés, que glosó Francisco Ayala para denostar el primer libro de Cernuda —sin la incomprensión del jovencísimo Ayala y de otros menos jóvenes y más catedráticos acaso no existiría Desolación de la Quimera: gratitud eterna, pues—, y que supuso una polémica con Gerardo Diego en Lola (1927-1928): «Creo que la vuelta a la estrofa es la vuelta del vencido. Se vuelve a la jaula cuando no se sabe qué hacer con las alas».

El retorno a los ritmos pautados tuvo en los años cuarenta algunas implicaciones políticas; pero los poetas del medio siglo más relevantes, poco sospechosos de complacencia con el sistema, han mantenido hasta el final ciertas convenciones rítmicas que preservan la horma del compás (aunque no la galería de los nichos estróficos). Lo cual sin duda influyó en que sus herederos, poetas de los ochenta, las respetaran asimismo sin tener que pedir perdón. Otra cosa sucede ahora. ¿Se imaginaría el lector los poemas sobre los detritos postindustriales de un Manuel Vilas en heptasílabos y endecasílabos? ¿Cabría pensar en un ritmo ordenado en la lírica del fragmento, que se distiende entre lo axiomático (procedente de la compresión lacónica del pensamiento) y la esquirla verbal (procedente de la disgregación sintáctica del lenguaje)? ¿Es posible apreciar las cláusulas rítmicas, o percibir el sentido de su renuncia a ellas, en una poesía tenida por referencia de calidad tanto si se lee en otra lengua como si se lee traducida a la lengua propia?

No dirimimos cuestiones relativas al poema en prosa de estela baudelairiana, hace tiempo acomodado en la tradición española, sino el abandono de las pautas de la memoria secuencial que propicia el canto (la lírica), para la que sirvió en sus orígenes la imantación musical y rítmica de los poemas. Y no me refiero solo a los modos codificados de un ritmo acentual. Un libro-río en entregas sucesivas de Enrique Falcón, La marcha de 150.000.000 (2009), sobre la expedición de los sintierra contra los poderosos del mundo, mantiene un aliento pletórico que, aunque ajeno al compás métrico, avanza rítmicamente mediante las iteraciones salmódicas de los grandes poemas cosmogónicos (Neruda, Cardenal) o los más espasmódicos fogonazos de la poesía coral y revolucionaria (Maiakovski, Hikmet). Pero hay otros muchos casos en que no existe plétora versicular que sustituya a la caja de música o al aristón o máquina de trovar de que hablara Jorge Meneses (mise en abîme: apócrifo de Juan de Mairena, apócrifo a su vez de Antonio Machado); y entonces la poesía abandona la plaza pública del canto en que se registra la memoria colectiva. No por casualidad, en el Fedro platónico se refería Sócrates a la reprobación que hace un faraón egipcio de Teuth, inventor de la escritura, por contrapuesta al verdadero conocimiento obtenido por anamnesis y a su grabación en la memoria. Cabría preguntarse, en fin, si una poesía que abandone las cláusulas del ritmo a las que Wittgenstein —un reaccionario artístico que pensaba que la música acababa en Brahms— atribuía la respiración de la vida interior puede seguirse llamando poesía; o si por el contrario, como señala Jorge Riechmann, ese abandono supone «la emancipación de la poesía con respecto a la mnemotecnia» (en Agudo y Jiménez Arribas, 2005: 351). De esto y de aquello tratan estas páginas.

Á. L. P. de P.—Universidad de Alicante

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